Durante el verano de 1963, cuando tenía seis años, mi familia viajó desde nuestra casa en Filadelfia a Los Ángeles para visitar a mis parientes maternos. Ya conocía bien a mi abuela: ayudaba a mi madre a cuidar de mis hermanos gemelos, que eran sólo 18 meses menores que yo, y de mí. Cuando no estaba con nosotros, mi abuela vivía con su madre, a la que conocí ese verano por primera vez. Vengo de una familia longeva. Mi abuela nació en 1895 y su madre en la década de 1860; ambas vivieron casi 100 años. Nos quedamos con las dos matriarcas durante varias semanas. A través de sus historias, conocí mis raíces y mi lugar en una red social que abarca cuatro generaciones. Sus recuerdos me conectaron personalmente con la vida al final de la Guerra Civil y la época de la Reconstrucción y con los retos a los que se enfrentaron mis antepasados y la forma en que perseveraron.
Mi historia no es única. Los ancianos desempeñan un papel fundamental en las sociedades humanas de todo el mundo, transmitiendo sabiduría y proporcionando apoyo social y económico a las familias de sus hijos y a grupos de parientes más amplios. En nuestra era moderna, las personas viven habitualmente lo suficiente como para convertirse en abuelos. Pero no siempre ha sido así. La investigación que mis colegas y yo hemos llevado a cabo indica que los individuos de edad avanzada se hicieron comunes hace relativamente poco tiempo en la prehistoria humana y que este cambio se produjo más o menos al mismo tiempo que los cambios culturales hacia comportamientos claramente modernos, incluyendo la dependencia de una comunicación sofisticada basada en símbolos del tipo que sustenta el arte y el lenguaje. Estos hallazgos sugieren que vivir hasta una edad avanzada tuvo profundos efectos en el tamaño de la población, las interacciones sociales y la genética de los primeros grupos humanos modernos y puede explicar por qué tuvieron más éxito que los humanos arcaicos, como los neandertales.
Vivir rápido, morir joven
El primer paso para averiguar cuándo los abuelos se convirtieron en un elemento fijo de la sociedad es evaluar el desglose por edades típico de las poblaciones del pasado: ¿qué porcentaje eran niños, adultos en edad fértil y padres de esos adultos más jóvenes? Sin embargo, reconstruir la demografía de las poblaciones antiguas es una tarea complicada. Por un lado, nunca se conservan poblaciones enteras en el registro fósil. Los paleontólogos tienden a recuperar fragmentos de individuos. Por otro lado, los primeros humanos no necesariamente maduraron al mismo ritmo que los humanos modernos. De hecho, las tasas de maduración difieren incluso entre las poblaciones humanas contemporáneas. Sin embargo, un puñado de yacimientos ha arrojado un número suficiente de fósiles humanos en las mismas capas de sedimentos como para que los científicos puedan evaluar con seguridad la edad de muerte de los restos, lo cual es clave para comprender la composición de un grupo prehistórico.
Un abrigo rocoso situado en la ciudad de Krapina, en Croacia, a unos 40 kilómetros al noroeste de la ciudad de Zagreb, es uno de esos yacimientos. Hace más de un siglo, el paleontólogo croata Dragutin Gorjanovic’-Kramberger excavó y describió allí los restos fragmentarios de quizás hasta 70 individuos neandertales, la mayoría de los cuales procedían de una capa datada en unos 130.000 años. El gran número de fósiles encontrados cerca unos de otros, la aparentemente rápida acumulación de los sedimentos en el yacimiento y el hecho de que algunos de los restos compartan rasgos distintivos, genéticamente determinados, indican que los huesos de Krapina se aproximan a los restos de una única población de neandertales. Como suele ocurrir en el registro fósil, los restos mejor conservados en Krapina son los dientes, ya que su alto contenido en minerales los protege de la degradación. Afortunadamente, los dientes son también uno de los mejores elementos del esqueleto para determinar la edad en el momento de la muerte, lo que se consigue analizando el desgaste de la superficie y los cambios relacionados con la edad en su estructura interna.
En 1979, antes de que comenzara mi investigación sobre la evolución de los abuelos, Milford H. Wolpoff, de la Universidad de Michigan, publicó un artículo, basado en los restos dentales, que evaluaba la edad de los neandertales de Krapina cuando murieron. Los dientes molares erupcionan de forma secuencial. Utilizando como guía uno de los calendarios de erupción más rápidos observados en los humanos actuales, Wolpoff estimó que los primeros, segundos y terceros molares de los neandertales erupcionaron a edades que redondeaban los seis, 12 y 15 años, respectivamente. El desgaste por la masticación se acumula a un ritmo constante a lo largo de la vida de un individuo, así que cuando sale el segundo molar, el primero ya tiene seis años de desgaste, y cuando sale el tercero, el segundo tiene tres años de desgaste.
Trabajando hacia atrás, se puede inferir, por ejemplo, que un primer molar con 15 años de desgaste perteneció a un neandertal de 21 años, un segundo molar con 15 años de desgaste perteneció a uno de 27 años y un tercer molar con 15 años de desgaste perteneció a uno de 30 años. (Este método de seriación basado en el desgaste para determinar la edad en el momento de la muerte, adaptado de una técnica desarrollada por el investigador dental A.E.W. Miles en 1963, funciona mejor en muestras con un gran número de jóvenes, que Krapina tiene en abundancia. El método pierde precisión cuando se aplica a los dientes de individuos ancianos, cuyas coronas dentales pueden estar demasiado desgastadas para evaluarlas con fiabilidad y, en algunos casos, pueden estar incluso totalmente erosionadas.
El trabajo de Wolpoff indicaba que los neandertales de Krapina murieron jóvenes. En 2005, unos años después de que empezara a investigar la evolución de la longevidad, decidí echar otro vistazo a esta muestra utilizando un enfoque novedoso. Quería asegurarme de que no estábamos pasando por alto individuos de mayor edad como resultado de las limitaciones inherentes a la seriación basada en el desgaste. Con Jakov Radovˇcic’ del Museo de Historia Natural de Croacia en Zagreb, Steven A. Goldstein, Jeffrey A. Meganck y Dana L. Begun, todos ellos entonces en Michigan, y estudiantes universitarios de la Universidad Central de Michigan, trabajé para desarrollar un nuevo método no destructivo -utilizando tomografía microcomputada tridimensional de alta resolución (μCT)- para reevaluar la edad de los individuos de Krapina cuando murieron. En concreto, observamos el grado de desarrollo de un tipo de tejido dentro del diente llamado dentina secundaria; el volumen de la dentina secundaria aumenta con la edad y proporciona una forma de evaluar qué edad tenía un individuo al morir cuando la corona del diente está demasiado desgastada para ser un buen indicador.
Nuestros hallazgos iniciales, complementados con los escaneos proporcionados por el Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva de Leipzig, corroboraron los resultados de Wolpoff y validaron el método de seriación basado en el desgaste: los neandertales de Krapina tenían tasas de mortalidad notablemente altas; ninguno sobrevivió más allá de los 30 años. (Esto no quiere decir que los neandertales en general no vivieran más allá de los 30 años. Unos pocos individuos de yacimientos distintos a Krapina tenían alrededor de 40 años cuando murieron).
Para los estándares actuales, el patrón de muerte de Krapina es inimaginable. Después de todo, para la mayoría de la gente la edad de 30 años es la flor de la vida. Y los cazadores-recolectores vivían más allá de los 30 en el pasado reciente. Sin embargo, los neandertales de Krapina no son únicos entre los primeros humanos. Las otras pocas localidades de fósiles humanos con un gran número de individuos conservados, como el yacimiento de la Sima de los Huesos en Atapuerca (España), de unos 600.000 años de antigüedad, muestran patrones similares. Los habitantes de la Sima de los Huesos presentaban niveles muy altos de mortalidad juvenil y de adultos jóvenes, ya que nadie sobrevivía más allá de los 35 años y muy pocos vivían incluso ese tiempo. Es posible que los acontecimientos catastróficos o las condiciones particulares en las que se fosilizaron los restos hayan impedido la conservación de los individuos de mayor edad en estos yacimientos. Pero los amplios estudios del registro de fósiles humanos -incluyendo el material de estos yacimientos inusualmente ricos y otros que contienen menos individuos- que mis colegas y yo hemos realizado indican que morir joven era la regla, no la excepción. Parafraseando unas palabras atribuidas al filósofo británico Thomas Hobbes, la vida prehistórica era realmente desagradable, brutal y corta.
El ascenso de los abuelos
Este nuevo enfoque μct tiene el potencial de proporcionar una imagen de alta resolución de las edades de los individuos más viejos en otras poblaciones humanas fósiles. Pero hace unos años, antes de dar con esta técnica, Sang-Hee Lee, de la Universidad de California en Riverside, y yo estábamos dispuestos a empezar a buscar pruebas de cambios en la longevidad a lo largo de la evolución humana. Recurrimos al mejor método disponible en ese momento: la seriación basada en el desgaste.
Sin embargo, nos enfrentamos a un reto de enormes proporciones. La mayoría de los fósiles humanos no proceden de yacimientos, como el de Krapina, que conservan tantos individuos como para que los restos puedan considerarse un reflejo de sus poblaciones más amplias. Y cuanto menor sea el número de individuos contemporáneos encontrados en un yacimiento, más difícil será estimar de forma fiable la edad de los miembros cuando murieron debido a las incertidumbres estadísticas asociadas a las muestras pequeñas.
Pero nos dimos cuenta de que podíamos llegar a la cuestión de cuándo empezaron a ser comunes los abuelos de otra forma. En lugar de preguntar cuánto vivieron los individuos, preguntamos cuántos de ellos llegaron a ser viejos. Es decir, en lugar de centrarnos en las edades absolutas, calculamos las edades relativas y preguntamos qué proporción de adultos sobrevivió hasta la edad en la que uno podía convertirse en abuelo por primera vez. Nuestro objetivo era evaluar los cambios a lo largo del tiempo evolutivo en la proporción de adultos mayores y jóvenes, la llamada proporción OY. Entre los primates, incluidos los humanos hasta hace muy poco, el tercer molar erupciona más o menos al mismo tiempo que un individuo se convierte en adulto y alcanza la edad reproductiva. Basándonos en los datos de los neandertales y de las poblaciones contemporáneas de cazadores-recolectores, dedujimos que los humanos fósiles obtuvieron sus terceros molares y tuvieron su primer hijo alrededor de los 15 años. Y consideramos que el doble de esa edad marcaba el inicio de la abuelidad, del mismo modo que algunas mujeres actuales pueden dar a luz a los 15 años y esas mujeres pueden convertirse en abuelas cuando sus propios hijos alcanzan la edad de 15 años y se reproducen.
Para nuestros propósitos, entonces, cualquier individuo arcaico juzgado como de 30 años o más se calificaba como un adulto mayor, lo suficientemente mayor como para haberse convertido en abuelo. Pero la belleza del enfoque de la proporción OY es que, independientemente de si la maduración se produjo a los 10, 15 o 20 años, el número de individuos mayores y menores en una muestra no se vería afectado porque el inicio de la edad adulta mayor cambiaría en consecuencia. Y como sólo buscábamos situar los fósiles en estas dos amplias categorías, podíamos incluir un gran número de muestras fósiles más pequeñas en nuestro análisis sin preocuparnos por las incertidumbres en las edades absolutas.
Calculamos los ratios OY para cuatro grandes agregados de muestras fósiles que sumaban un total de 768 individuos que abarcaban un periodo de tres millones de años. Uno de los grupos incluía a los últimos australopitecos, los parientes primitivos de «Lucy», que vivieron en el este de África y en Sudáfrica hace entre tres y un millón y medio de años. Otro grupo estaba formado por los primeros miembros de nuestro género, Homo, de todo el mundo, que vivieron hace entre dos millones y 500.000 años. El tercer grupo era el de los neandertales europeos de hace 130.000 a 30.000 años. Y el último estaba formado por los europeos modernos de principios del Paleolítico Superior, que vivieron hace unos 30.000 y 20.000 años y dejaron tras de sí sofisticados restos culturales.
Aunque esperábamos encontrar aumentos de la longevidad a lo largo del tiempo, no estábamos preparados para lo sorprendentes que resultarían nuestros resultados. Observamos una pequeña tendencia de aumento de la longevidad a lo largo del tiempo entre todas las muestras, pero la diferencia entre los humanos anteriores y los humanos modernos del Paleolítico Superior fue un dramático aumento de cinco veces en el ratio OY. Así, por cada 10 adultos jóvenes neandertales que murieron entre los 15 y los 30 años, sólo hubo cuatro adultos mayores que sobrevivieron más allá de los 30 años; en cambio, por cada 10 adultos jóvenes en la distribución de muertes del Paleolítico Superior europeo, hubo 20 abuelos potenciales. Preguntándonos si el mayor número de enterramientos en los yacimientos del Paleolítico Superior podría explicar el elevado número de adultos mayores en esa muestra, volvimos a analizar nuestra muestra del Paleolítico Superior, utilizando sólo los restos que no habían sido enterrados. Pero obtuvimos resultados similares. La conclusión era ineludible: la supervivencia de los adultos se disparó muy tarde en la evolución humana.
¿Biología o cultura?
Ahora que Lee y yo habíamos establecido que el número de abuelos potenciales se disparó en algún momento de la evolución de los humanos anatómicamente modernos, teníamos otra pregunta entre manos: ¿Qué fue lo que provocó este cambio? Había dos posibilidades. O bien la longevidad era una de las constelaciones de rasgos controlados genéticamente que distinguían biológicamente a los humanos anatómicamente modernos de sus predecesores, o bien no llegó con la aparición de la anatomía moderna y fue en cambio el resultado de un cambio posterior en el comportamiento. Los humanos anatómicamente modernos no irrumpieron en la escena evolutiva creando el arte y el armamento avanzado que definen la cultura del Paleolítico Superior. Se originaron mucho antes que los europeos del Paleolítico Superior, hace más de 100.000 años, y durante la mayor parte de ese tiempo tanto ellos como sus contemporáneos anatómicamente arcaicos, los neandertales, utilizaron la misma tecnología más sencilla del Paleolítico Medio. (Los miembros de ambos grupos parecen haber incursionado en la fabricación de arte y armas sofisticadas antes del Paleolítico Superior, pero estas tradiciones fueron efímeras en comparación con las ubicuas y duraderas que caracterizan ese período posterior). Aunque nuestro estudio indicaba que el gran aumento de abuelos era exclusivo de los humanos anatómicamente modernos, por sí solo no podía distinguir entre la explicación biológica y la cultural, porque los humanos modernos que analizamos eran tanto anatómica como conductualmente modernos. ¿Podríamos rastrear la longevidad hasta los primeros humanos anatómicamente modernos que aún no lo eran desde el punto de vista del comportamiento?
Para abordar esta cuestión, Lee y yo analizamos humanos del Paleolítico Medio procedentes de yacimientos de Asia occidental que databan de hace unos 110.000 y 40.000 años. Nuestra muestra incluía tanto neandertales como humanos modernos, todos ellos asociados a los mismos artefactos comparativamente simples. Este enfoque nos permitió comparar las proporciones de OY de dos grupos biológicamente distintos (muchos estudiosos los consideran especies separadas) que vivían en la misma región y tenían la misma complejidad cultural. Descubrimos que los neandertales y los humanos modernos de Asia occidental tenían ratios de OY estadísticamente idénticos, descartando la posibilidad de que un cambio biológico explicara el aumento de la supervivencia de los adultos observado en los europeos del Paleolítico Superior. Ambos grupos de Asia occidental presentaban proporciones más o menos iguales de adultos mayores y jóvenes, lo que sitúa sus ratios de OY entre los de los neandertales y los primeros humanos modernos de Europa.
En comparación con los neandertales europeos, una proporción mucho mayor de neandertales de Asia occidental (y de humanos modernos) vivieron hasta ser abuelos. Esto no es inesperado: el entorno más templado de Asia occidental habría sido mucho más fácil de sobrevivir que las duras condiciones ecológicas de la Europa de la Edad de Hielo. Sin embargo, si el entorno más templado de Asia occidental explica la elevada supervivencia de los adultos de las poblaciones del Paleolítico Medio, la longevidad de los europeos del Paleolítico Superior es aún más impresionante. A pesar de vivir en condiciones mucho más duras, los europeos del Paleolítico Superior tenían un ratio OY de más del doble que el de los humanos modernos del Paleolítico Medio.
Momentos de vejez
No sabemos exactamente qué empezaron a hacer culturalmente esos europeos del Paleolítico Superior que permitieron que muchos más de ellos vivieran hasta una edad avanzada. Pero no cabe duda de que este aumento de la supervivencia adulta tuvo efectos de gran alcance. Como han demostrado Kristen Hawkes, de la Universidad de Utah, Hillard Kaplan, de la Universidad de Nuevo México, y otros en sus estudios de varios grupos de cazadores-recolectores actuales, los abuelos aportan habitualmente recursos económicos y sociales a sus descendientes, aumentando tanto el número de hijos que pueden tener como la supervivencia de sus nietos. Los abuelos también refuerzan las complejas conexiones sociales, como hizo mi abuela al contar historias de los antepasados que me relacionaron con otros parientes de mi generación.
Los ancianos también transmiten otros tipos de conocimientos culturales, desde los medioambientales (qué tipos de plantas son venenosas o dónde encontrar agua durante una sequía, por ejemplo) hasta los tecnológicos (cómo tejer una cesta o golpear un cuchillo de piedra, quizás). Las familias multigeneracionales disponen de más miembros para impartir lecciones importantes. Así, la longevidad presumiblemente fomentó la acumulación y la transferencia intergeneracional de información que favoreció la formación de intrincados sistemas de parentesco y otras redes sociales.
El aumento de la longevidad también se habría traducido en un incremento del tamaño de la población al añadir un grupo de edad que no existía en el pasado y que seguía siendo fértil. Y las poblaciones grandes son los principales impulsores de nuevos comportamientos. En 2009, Adam Powell, del University College de Londres, y sus colegas publicaron un artículo en Science en el que mostraban que la densidad de población es un factor importante en el mantenimiento de la complejidad cultural. Ellos y muchos otros investigadores sostienen que las poblaciones más numerosas promovieron el desarrollo de extensas redes comerciales, complejos sistemas de cooperación y expresiones materiales de identidad individual y grupal (joyas, pintura corporal, etc.). Visto así, los rasgos distintivos del Paleolítico superior parecen haber sido consecuencia del aumento de la población.
El aumento de la población también habría afectado a nuestros antepasados de otra manera: acelerando el ritmo de la evolución. Como ha destacado John Hawks, de la Universidad de Wisconsin-Madison, un mayor número de personas significa más mutaciones y oportunidades para que las mutaciones ventajosas arrasen con las poblaciones a medida que sus miembros se reproducen. Esta tendencia puede haber tenido un efecto aún más llamativo en los humanos recientes que en los del Paleolítico Superior, agravando el espectacular crecimiento de la población que acompañó a la domesticación de las plantas hace 10.000 años.
La relación entre la supervivencia de los adultos y la aparición de nuevas y sofisticadas tradiciones culturales fue casi con toda seguridad un proceso de retroalimentación positiva. Inicialmente un subproducto de algún tipo de cambio cultural, la longevidad se convirtió en un prerrequisito para los complejos comportamientos que señalan la modernidad. Estas innovaciones, a su vez, promovieron la importancia y la supervivencia de los adultos mayores, lo que condujo a las expansiones demográficas que tuvieron efectos culturales y genéticos tan profundos en nuestros predecesores. Más viejos y más sabios, en efecto.