Las órdenes franciscana y dominica en la Edad Media
El Papa Benedicto XVI
La vida de pobreza de los frailes hace creíble su predicación
En la Audiencia General del miércoles, 13 , en el Aula de Audiencias Pablo VI, el Santo Padre continuó sus catequesis sobre la cultura cristiana medieval, comentando el movimiento de reforma eclesial promovido por las dos grandes órdenes mendicantes: los franciscanos y los dominicos. …. A continuación reproducimos la traducción de la catequesis del Papa, pronunciada en italiano.
Queridos hermanos y hermanas,
Al comienzo del nuevo año miremos la historia de la cristiandad, para ver cómo se desarrolla la historia y cómo se puede renovar.
La historia muestra que los santos, guiados por la luz de Dios, son los auténticos reformadores de la vida de la Iglesia y de la sociedad. Como maestros con sus palabras y testigos con su ejemplo, pueden fomentar una renovación eclesial estable y profunda porque ellos mismos están profundamente renovados, están en contacto con la verdadera novedad: La presencia de Dios en el mundo.
Esta reconfortante realidad -es decir, que en cada generación nacen santos y traen la creatividad de la renovación- acompaña constantemente la historia de la Iglesia en medio de los dolores y aspectos negativos que encuentra en su camino.
De hecho, siglo tras siglo, vemos también el nacimiento de fuerzas de reforma y renovación, porque la novedad de Dios es inagotable y proporciona siempre nuevas fuerzas para seguir adelante.
Esto ocurrió también en el siglo XIII con el nacimiento y el extraordinario desarrollo de las Órdenes Mendicantes: un importante modelo de renovación en una nueva época histórica. Recibieron este nombre por su rasgo característico de «mendicidad», es decir, de acudir humildemente al pueblo en busca de apoyo económico para vivir su voto de pobreza y llevar a cabo su misión evangelizadora.
Las más conocidas e importantes de las Órdenes Mendicantes que surgieron en este periodo son los Frailes Menores y los Frailes Predicadores, conocidos como franciscanos y dominicos. Así se les llama por los nombres de sus Fundadores, respectivamente Francisco de Asís y Domingo de Guzmán.
Estos dos grandes santos supieron leer inteligentemente «los signos de los tiempos», percibiendo los retos que la Iglesia de su tiempo se vería obligada a afrontar.
Un primer desafío era la expansión de diversos grupos y movimientos de fieles que, a pesar de estar inspirados por un legítimo deseo de vida cristiana auténtica, se situaban a menudo fuera de la comunión eclesial.
Eran profundamente adversos a la rica y hermosa Iglesia que se había desarrollado precisamente con el florecimiento del monacato. En recientes catequesis he reflexionado sobre la comunidad monástica de Cluny, que siempre había atraído a los jóvenes, por tanto a las fuerzas vitales, así como a las propiedades y a las riquezas.
Así, en una primera etapa, lógicamente, se desarrolló una Iglesia cuya riqueza estaba en las propiedades y también en los edificios. La idea de que Cristo bajó a la tierra pobre y que la verdadera Iglesia debe ser la propia Iglesia de los pobres chocaba con esta Iglesia. El deseo de la verdadera autenticidad cristiana contrastaba así con la realidad de la Iglesia empírica.
Estos fueron los llamados movimientos de los pobres de la Edad Media. Impugnaron ferozmente el modo de vida de los sacerdotes y monjes de la época, acusados de traicionar el Evangelio y de no practicar la pobreza como los primeros cristianos, y estos movimientos contrarrestaron el ministerio de los obispos con su propia «jerarquía paralela».
Además, para justificar sus decisiones, difundieron doctrina incompatible con la fe católica. Por ejemplo, el movimiento de los cátaros o albigenses reproponía antiguas herejías -como el envilecimiento y el desprecio del mundo material-, la oposición a la riqueza pronto se convirtió en oposición a la realidad material como tal, la negación del libre albedrío y, posteriormente, el dualismo, la existencia de un segundo principio del mal equivalente a Dios.
Estos movimientos ganaron terreno, sobre todo en Francia e Italia, no sólo por su sólida organización, sino también porque denunciaban un verdadero desorden en la Iglesia, provocado por el comportamiento nada ejemplar de algunos miembros del clero.
Tanto los franciscanos como los dominicos, siguiendo las huellas de sus Fundadores, mostraron por el contrario que era posible vivir la pobreza evangélica, la verdad del Evangelio como tal, sin separarse de la Iglesia. Mostraron que la Iglesia sigue siendo el verdadero y auténtico hogar del Evangelio y de la Escritura.
De hecho, Domingo y Francisco sacaron la fuerza de su testimonio precisamente de la estrecha comunión con la Iglesia y el Papado. Con una decisión totalmente original en la historia de la vida consagrada, los miembros de estas Órdenes no sólo renunciaron a sus posesiones personales, como habían hecho los monjes desde la antigüedad, sino que incluso no quisieron que sus tierras o bienes pasaran a manos de sus comunidades.
Con ello querían dar testimonio de una vida extremadamente modesta, ser solidarios con los pobres y confiar sólo en la Providencia, vivir de la Providencia cada día, poniéndose confiadamente en manos de Dios.
Este estilo personal y comunitario de las Órdenes Mendicantes, junto con la total adhesión a la enseñanza y a la autoridad de la Iglesia, fue profundamente apreciado por los Pontífices de la época, como Inocencio III y Honorio III, que dieron su pleno apoyo a las nuevas experiencias eclesiales, reconociendo en ellas la voz del Espíritu.
Y los resultados no faltaron: los grupos de indigentes que se habían separado de la Iglesia volvieron a la comunión eclesial o se redujeron gradualmente hasta desaparecer. También hoy, aunque vivimos en una sociedad en la que a menudo prevalece el «tener» sobre el «ser», somos muy sensibles a los ejemplos de pobreza y solidaridad que ofrecen los creyentes con sus valientes decisiones. Tampoco faltan hoy proyectos semejantes: los movimientos, que nacen verdaderamente de la novedad del Evangelio y lo viven con radicalidad en estos tiempos, poniéndose en manos de Dios para servir al prójimo.
Como recordaba Pablo VI en la Evangelii nuntiandi,el mundo escucha de buen grado a los maestros cuando son también testigos. Esta es una lección que nunca debe olvidarse en la tarea de difundir el Evangelio: para ser un espejo que refleje el amor divino, primero hay que vivir lo que se anuncia.
Los franciscanos y dominicos no sólo fueron testigos, sino también maestros. De hecho, otra necesidad generalizada en su época era la de la instrucción religiosa. Muchos de los fieles laicos que vivían en las ciudades en rápida expansión, querían vivir una vida cristiana intensamente espiritual. Por ello, buscaban profundizar en el conocimiento de la fe y ser guiados en el exigente pero apasionante camino de la santidad.
Las Órdenes Mendicantes supieron responder felizmente también a esta necesidad: el anuncio del Evangelio con sencillez y con su profundidad y grandeza era un objetivo, quizá el principal, de este movimiento. De hecho, se dedicaron con gran celo a la predicación. Grandes multitudes de fieles, a menudo verdaderas y propias multitudes, se reunían para escuchar a los predicadores en las iglesias y al aire libre; pensemos, por ejemplo, en San Antonio.
Los predicadores abordaban temas cercanos a la vida de la gente, especialmente la práctica de las virtudes teologales y morales, con ejemplos prácticos y fáciles de entender. También enseñaban formas de cultivar una vida de oración y devoción.
Por ejemplo, los franciscanos difundieron por todas partes la devoción a la humanidad de Cristo, con el compromiso de imitar al Señor. Así, no es de extrañar que muchos fieles, hombres y mujeres, eligieran ser acompañados en su camino cristiano por frailes franciscanos o dominicos, que eran directores espirituales y confesores muy buscados y estimados. Así surgieron asociaciones de fieles laicos que se inspiraron en la espiritualidad de san Francisco y de santo Domingo, adaptada a su modo de vida.
En otras palabras, la propuesta de una «santidad laica» conquistó a muchas personas. Como ha recordado el Concilio Vaticano II, la llamada a la santidad no está reservada a unos pocos, sino que es universal (cf. Lumen Gentium, n. 40).
En todos los estados de vida, según las exigencias de cada uno de ellos, se puede encontrar una posibilidad de vivir el Evangelio. También en nuestros días, todos y cada uno de los cristianos deben esforzarse por alcanzar el «alto nivel de vida cristiana», sea cual sea la clase a la que pertenezcan.
La importancia de las Órdenes Mendicantes creció así con tanto vigor en la Edad Media que las instituciones seculares, como las organizaciones laborales, los antiguos gremios y las propias autoridades civiles, recurrieron a menudo al asesoramiento espiritual de los miembros de estas Órdenes para elaborar sus reglamentos y, a veces, para resolver conflictos tanto internos como externos.
Los franciscanos y los dominicos se convirtieron en los animadores espirituales de la ciudad medieval. Con gran perspicacia pusieron en práctica una estrategia pastoral adecuada a los cambios sociales. Como mucha gente se trasladaba del campo a las ciudades, ya no construyeron sus conventos en los barrios rurales sino en las zonas urbanas.
Además, para llevar a cabo sus actividades en beneficio de las almas debían estar al tanto de las necesidades pastorales. Con otra decisión totalmente innovadora, las Órdenes Mendicantes renunciaron a su principio de estabilidad, un principio clásico del antiguo monacato, optando por un enfoque diferente. Los frailes menores y los predicadores viajaban con celo misionero de un lugar a otro. En consecuencia, se organizaron de manera diferente en comparación con la mayoría de las órdenes monásticas.
En lugar de la tradicional autonomía de la que gozaba cada monasterio, dieron mayor importancia a la Orden como tal y al Superior General, así como a la estructura de las Provincias. Así, los mendicantes estaban más disponibles para las necesidades de la Iglesia universal. Su flexibilidad les permitió enviar a los frailes más adecuados a misiones específicas y las Órdenes Mendicantes llegaron al norte de África, Oriente Medio y el norte de Europa. Con esta adaptabilidad, su dinamismo misionero se renovó.
Las transformaciones culturales que se estaban produciendo en ese periodo constituyeron otro gran reto. Nuevas cuestiones animaron la discusión en las universidades que surgieron a finales del siglo XII. Menores y Predicadores no dudaron en asumir este compromiso. Como estudiantes y profesores entraron en las universidades más famosas de la época, crearon centros de estudio, produjeron textos de gran valor, dieron vida a verdaderas y propias escuelas de pensamiento, fueron protagonistas de la teología escolástica en su mejor época y tuvieron un importante efecto en el desarrollo del pensamiento.
Los más grandes pensadores, santo Tomás de Aquino y san Buenaventura, fueron mendicantes que trabajaron precisamente con este dinamismo de la nueva evangelización que renovó también el valor del pensamiento, del diálogo entre la razón y la fe.
También hoy existe una «caridad de y en la verdad», una «caridad intelectual» que debe ejercerse para iluminar las mentes y conjugar la fe con la cultura.
La dedicación de los franciscanos y dominicos en las universidades medievales es una invitación, queridos fieles, a hacernos presentes en los lugares donde se templa el saber para enfocar la luz del Evangelio, con respeto y convicción, sobre las cuestiones fundamentales que conciernen al Hombre, su dignidad y su destino eterno.
Pensando en el papel de los franciscanos y los dominicos en la Edad Media, en la renovación espiritual que inspiraron y en el soplo de vida nueva que comunicaron en el mundo, un monje dijo «En aquella época el mundo envejecía. Nacieron en la Iglesia dos Órdenes cuya juventud renovaron como la de un águila» (Burchard de Ursperg, Chronicon).
Queridos hermanos y hermanas, al comienzo de este año invoquemos al Espíritu Santo, eterna juventud de la Iglesia: que haga a cada uno consciente de la urgencia de ofrecer un testimonio evangélico coherente y valiente, para que haya siempre santos que hagan resplandecer a la Iglesia, como una novia, siempre pura y hermosa, sin mancha ni arruga, que pueda atraer al mundo irresistiblemente hacia Cristo y hacia su salvación.
Tomado de:
L’Osservatore Romano
Edición semanal en español
20 de enero de 2010, página 11
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