Eres un científico que comienza su carrera y estás a punto de publicar un artículo que crees que será tu gran oportunidad. Describe su imaginativa hipótesis -un potencial conocimiento científico con implicaciones sustanciales- junto con los experimentos que ha diseñado y construido, y los datos cuidadosamente documentados que apoyan su idea inicial. Es un auténtico avance para el campo y será ampliamente citado. Su jefe de laboratorio estará satisfecho. ¡Trabajo hecho!
Entonces, el desastre. Te despiertas de madrugada y te das cuenta de un posible fallo: otra forma de interpretar los datos, que pondría en duda la conclusión. Nadie más detectará el problema -el jefe del laboratorio está demasiado ocupado y ningún editor o revisor se dará cuenta- y los nuevos experimentos para resolver la cuestión llevarán tiempo. Y lo que es peor, los nuevos resultados podrían hundir la hipótesis (y las posteriores subvenciones). Entonces, ¿se publica de todos modos?
¡Por supuesto que no! La ciencia pone la búsqueda de la verdad por encima de todo, ¿no? Pues no siempre. El dilema anterior es un dilema real al que se enfrentan los científicos de verdad, y no todos saltan por el camino correcto. ¿Qué puede ayudarles a tomar la decisión correcta? Algunos científicos creen que podría ayudarles debatir esta idea: «Perseguir la verdad significa seguir la investigación hasta donde nos lleve, en lugar de confirmar una opinión ya formada»
Esta afirmación abre una de las siete presentaciones de un «Código de Ética para Investigadores» elaborado por un grupo de científicos convocados por el Foro Económico Mundial. Estos científicos, procedentes de muchos países, tienen menos de 40 años, pero están bien establecidos en su carrera, con décadas de investigación y liderazgo por delante. Esta combinación les hace estar bien cualificados para explorar las realidades y presiones de la vida moderna en los laboratorios, por lo que sus ideas merecen ser tenidas en cuenta por la comunidad científica.
Muchas organizaciones científicas han emitido recomendaciones similares a sus propias comunidades de investigación – el Consejo Científico de Japón, por ejemplo, ha realizado un valioso esfuerzo. Pero puede ser difícil persuadir a científicos ocupados y presionados para que hagan caso de tales directrices, especialmente cuando -por lo general- se expresan en forma más bien escueta, como si estuvieran en tablas de piedra. Este documento, que tiene el peso de un consenso internacional, demuestra bien cómo la consideración de las cuestiones éticas no es algo adicional a la práctica de la investigación, sino un componente integral y esencial. Tiene la virtud de estar presentado en un estilo atractivo y persuasivo.
Cada una de las siete páginas está encabezada por una exhortación como «Minimizar el daño» y «Apoyar la diversidad», respaldada por una explicación de por qué es importante el ruego y una breve presentación del objetivo final y los enfoques prácticos para lograrlo. Una colección de anécdotas de la vida real ayuda a ilustrar su relevancia.
El esfuerzo es valioso porque, junto a los principios fundamentales del comportamiento investigador (como «Ser responsable» y «Ser mentor»), el código contextualiza las ciencias naturales en una época de rápidos cambios tecnológicos y de cuestionamiento popular de la experiencia. Sus autores consideran que ayuda a redefinir «los contratos sociales y morales que vinculan a los investigadores con la sociedad» e infunde a la investigación «los comportamientos más irreprochables».
Algunas cosas de este contexto resultan familiares: no es nada original tratar de minimizar los daños a los ciudadanos (desde el despilfarro de dinero público hasta los perjuicios para la salud y el medio ambiente), o decir que es importante comprometerse con el público. Pero también hay sugerencias más radicales: que ese compromiso incluya a veces la participación del público en la «identificación de la pregunta, la concepción de un proyecto, la discusión de los resultados y la difusión». Algunos verán esto como algo extremo. Sin embargo, muchos proyectos de investigación no logran tener el impacto social que pretenden porque carecen precisamente de esta profundidad y amplitud de compromiso.
Cualquier lector bien informado detectará las formas en que este código es polémico para los investigadores, y podría encontrar formas de criticarlo. Pero eso sería pasar por alto sus virtudes como foco de debate, no sólo por parte de los investigadores en activo, sino también de aquellos que ocupan puestos de influencia en universidades, instituciones de investigación, gobiernos y organismos de financiación privados. Nada en el documento es fundamentalmente nuevo y, sin embargo, muchos lo interpretarán como algo muy ambicioso e incluso poco realista. ¿Quién en el mundo real, podrían burlarse los críticos, estaría dispuesto a desviar la financiación de los puestos postdoctorales hacia una mejor formación de los investigadores principales o hacia otros medios con los que se pueda perseguir mejor el código?
Como afirman los autores, su propósito es estimular conversaciones abiertas «para salvaguardar un entorno de investigación positivo y sólido». En consecuencia, los lectores de Nature pueden hacerse un bien a sí mismos y a otros visitando http://wef.ch/coe y aportando sus comentarios. Mejor aún, podrían discutir los ideales expresados, y considerar cómo estar a la altura de ellos en su propio laboratorio, institución de investigación o agencia de financiación. En Nature también lo intentamos.